lunes, 21 de febrero de 2011

Leviatán domina el Lago

La tierra es ocre, este lugar se está prendiendo fuego, piensa Belano, y yo con él, o quizás es que yo lo siento así, todo dispuesto y esperando la combustión, invitándola ligeramente, como un eco en el salón de los siglos. Piensa en Claude Leviatán (y cuando lo piensa Leviatán también es ocre o está vestido de ocre), piensa en el hombre que lo encontró muerto, piensa en el poema que este podría haber escrito de haber nacido en un hogar distinto, piensa quizás hasta en la primera vez que hizo el amor luego, en las palabras que pudo haber susurrado: mar eléctrico, seguramente, o árbol negro. Sabe que todo es posible, y que por lo tanto no existe tal cosa como la literatura. Sabe (lo ha leído) que Leviatán no sabe esto, y por un instante imagina su silueta tosca apuñalando papeles blancos en la caja de una camioneta que va al Sur. El Sur no sala las heridas, eso no lo sabe, eso lo piensa, aunque los hombres tan a menudo lo crean así, pero el Sur sí sabe de ellas y las observa impasible a una distancia prudente. Quizás sea esto lo que entendió Leviatán cuando escribió aquel poema (pésimo) sobre la soledad de un faro que opera en el fondo del lago desde el principio de los tiempos (desde que el tiempo es tiempo, desde que es hombre es hombre, no antes). Aunque quizás, comprende Belano, y la tierra es más ocre que nunca, nada es posible porque todo es ficción, y la tierra será de una vez por todas negra (negra tal vez como el árbol muerto) cuando Leviatán deje de escribirme.

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